Entre Rios - El Ultimo Fusilamiento
EL ULTIMO FUSILAMIENTO DE ENTRE RIOS
En 1893 se produjo el último fusilamiento en la provincia de Entre Rios
Cuando el Estado hacía justicia por mano propia
Con la organización del Estado y la institucionalización de las prácticas públicas, los castigos penales sufrieron una fuerte transformación. Los fusilamientos, la horca y los castigos corporales fueron desapareciendo a medida que avanzaba un ordenamiento jurídico.
El Estado también se civilizaba, pero hasta que eso ocurrió las ejecuciones eran prácticas frecuentes a las que no les faltaban espectadores. En esta nota se recrean algunos casos de “ajusticiamiento” en la capital entrerriana.
A esa sensación de terror y conmoción colectiva que suele paralizar a la sociedad, le advino un profundo deseo de venganza. Casi todo el pueblo se movilizó el 8 de septiembre de 1893. Habían pasado nueve días desde que se produjo un brutal hecho criminal que a la ciudad de Paraná le costó años quitar de su conciencia.
Ese 30 de agosto de ese año, dos hombres irrumpieron en la quinta conocida como la del Deán Álvarez, en Bajada Grande. La madre de familia amamantaba a su hijo de siete meses, cuando comenzaron a correr los minutos malditos en los que se inscribieron una de las páginas más sangrientas de la historia criminal de la capital entrerriana.
Las crónicas policiales –una de ellas rescatadas y escritas por el ex director de EL DIARIO Aníbal S. Vásquez en su libro “Dos siglos de vida entrerriana– dieron cuenta que cuando Antonio Franzotti se dirigía a hacer su habitual reparto de leche en la ciudad, dos criminales tomaron por asalto su quinta y asesinaron a su esposa, tres pequeños hijos y un peón.
Uno de los hijos fue el único que sobrevivió al cruento ataque. Los autores fueron identificados como José López Osuna, un santafesino, y Juan Almada, un cochero de la ciudad, por todos conocido como “Carpincho”.
El primero fue detenido en la zona de pajonales de Bajada Grande, y Almada fue alcanzado en estación Racedo, cuando se dirigía a internarse en la selva de Montiel.
Los detalles del hecho causaron una conmoción sin precedente. “Uno de éstos se refirió al pequeño de 7 meses que, tomado por Almada se lo tiró a Osuna, como una pelota, quien lo recibió en el aire en la punta del puñal”, escribió Vásquez.
La reacción popular no se hizo esperar. El 8 de septiembre una muchedumbre se movilizó para exigirle al gobernador Hernández que no conmute la pena, en caso de que sean condenados a muerte los acusados.
“La justicia y el gobernador dieron satisfacción a la vindicta pública y ‘Carpincho’ y Osuna fueron fusilados en la cárcel pública en presencia de autoridades y numeroso público”. Corría el día 4 de junio de 1894, y por última vez se aplicaba la pena de muerte en Entre Ríos.
EN LA “PLACITA”. Hace diez años, el autor de esta misma página escribió en “Relicario. Crónica urbana de Paraná” –una saga de historias publicadas también por EL DIARIO– la historia de la Plaza Sáenz Peña: su vinculación hechos políticos, bélicos y comerciales. Se pintaba allí un cuadro de la época en que la céntrica placita era el patíbulo de la ciudad. Dice así la crónica:
Una mujer clama piedad. Grita, llora y su rostro se desencaja mientras ve caer, una a una, a varias personas, frente a los fusiles humeantes del pelotón. Bajo los cargos de deserción, asesinato, robos y estupros, varios presos son arrojados a la muerte, atados de manos y pies. A pocos metros, la mujer, acusada de haber encubierto a varios de ellos, cumple su condena, que consiste en presenciar el espectáculo. Pero la mujer se desmaya antes de ver el final que le tienen reservado: los cuerpos sin vida de sus amigos, pendiendo de una horca para que pasen allí seis horas colgados, a la vista de todos.
Esa historia se desprende del acta y otras crónicas que narran la ejecución de una sentencia judicial que tuvo lugar el 18 de diciembre de 1843, en lo que hoy se conoce como Plaza Sáenz Peña. Por entonces se llamaba Plaza Nueva, y más tarde del Hospital, cuando frente a ella se instaló un leprosario.
“En el mes de julio de 1851 se ejecutó uno de los crímenes más horribles, y casi podría decirse singulares, de que haya memoria en esta provincia: el asesinato alevoso del cura párroco de Concepción del Uruguay, Pbro. José Benito Cotelo”, enseña César Blas Pérez Colman en su libro Paraná 1810-1860.
El cura fue asesinado por un hombre de origen catalán, que le aplicó dos puñaladas y un disparo de pistola en la cabeza. Tal ensañamiento fue la respuesta con que el victimario respondió a las gestiones que hizo el religioso para que él no sea nombrado preceptor en un colegio de Villaguay, debido a una disputa personal que había tenido con otro sacerdote.
Los intentos del joven abogado defensor Evaristo Carriego (padre del poeta de igual nombre) no alcanzaron para salvar al irascible catalán de la pena capital. El 17 de noviembre, a las 10 de la mañana, el asesino del cura Cotelo fue sentado y amarrado en el banquillo, de frente a sus verdugos, donde recibió una lluvia de balas.
La última ejecución que tuvo lugar en la Plaza Nueva ocurrió el 29 de diciembre de 1858. Frente a una concurrencia de más de 500 personas, el sistema penal hizo pagar con muerte al acusado de un asesinato. “Quien tal hizo, que tal pague”, se escuchó una voz que salía de la multitud.
EXTEMPORÁNEO. La costumbre de pasar por las armas a delincuentes comunes estaba tan arraigada, hasta los tiempos incluso en que Paraná era capital de la Confederación Argentina, que el comandante general de campaña Crispín Velázquez requirió que fueran degollados dos ladrones de un comercio de Villaguay.
Manuel González y Hermenegildo Corbalán eran los ladrones sobre los que pesaba semejante pedido de condena. Corría el día 28 de febrero de 1852 y el militar no advertía el cambio institucional con costumbres que se pretendían arraigar por sobre las prácticas de discrecionalidad extrema de las autoridades.
El gobernador delegado Antonio Crespo respondió al pedido, con una respuesta acorde a los nuevos tiempos. “Desde que la Provincia ha constituido un juez de primera instancia en lo criminal y sancionado el código que arregla los trámites que deben seguirse para el esclarecimiento de tales delitos, no está en las atribuciones del gobierno delegado prestar su aprobación a ejecuciones que se verifiquen fuera de las reglas que prescribe un reglamento expedido en consonancia con el progreso y civilización del país”.
No obstante, aclara que ese pedido debió formularse al “gobernador propietario, general Urquiza”.
Tres años más tarde, el Superior Tribunal de Justicia presentó un proyecto de reglamentación para las cárceles del territorio federalizado –es decir, Paraná– y que fue aprobado por el vicepresidente de la Confederación en ejercicio, doctor Del Carril.
La pena de muerte ya no estaba en los planes estatales. Según el nuevo régimen, los presos debían distribuirse, según la gravedad del delito cometido, pero en el caso de las mujeres la única decisión era la de estar privadas de toda comunicación con los demás presos y guardias de las cárceles.
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Fuente: eldiarioentrerios.com.ar
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