La Leyenda del Ombú
Cuenta la leyenda que peina el viento del ombú que descansa en medio de la llanura interminable de la pampa, que en tiempos lejanos, tan lejanos que Dios aún dormía, existía en nuestro país una tribu que habitaba en la zona que hoy conocemos como llanura pampeana.
En la pampa húmeda se siembra maíz, y este grano que es la alegría del pueblo latinoamericano, convertía en una fiesta las épocas de siembra y las de recolección. Durante estos períodos el pueblo recordaba y celebrara el día que la tribu había sembrado y recolectado por primera vez.
La vida de la comunidad se desarrolla alrededor de la plantación. Se turnan para cuidarlas y controlar el estado de la tierra, cuán húmeda está, si alguna maleza está invadiendo el maíz y cosas por el estilo. Pero lo que más buscan es ver alguna plantita nueva. El que la encuentra, cualquier día cuando el sol está en la mitad del cielo, tendrá que prepararse para un día de cosas buenas. La gente se duerme pensando en el maíz, sueña con el sembradío y se levanta para servirle.
La única cosa que pudo siempre distraerlos del maíz fue la guerra. Y la guerra llegó. Vino un día, como todas las guerras, a robarse las plantas, a los hombres y a la vida. Los sembradíos quedaban desiertos cuando pasaba una turba sobre ellos, los hombres corrían a vengarse, castigar y morir. Las mujeres se quedaban a cuidar la casa, la toldería y a los niños. En una ocasión cuando los hombres se disponían a partir, el jefe viendo que solo una parcela de maíz había sobrevivido al malón, se volvió hacia su mujer y le dijo:
-Ombí, cuida del maíz. Tu serás la jefa, tu quedas a cargo.
Ombí asintió silenciosa con la cabeza. La solemnidad de la responsabilidad otorgada pesaba mucho en la lengua. Además, no es mujer de muchas palabras y su marido entendió que no hacía falta decir nada y que su mujer había jurado su vida a ese pequeño pedazo de tierra que albergaba al maíz. Ombí no es muy demostrativa y le gustaría tener más gestos cariñosos con su familia, pero no puede. Esto la pone muy triste porque no se da cuenta de que ellos saben que sus sentimientos son profundos y llenos de bondad, no se da cuenta de que sus gestos dejan una estela de palabras sordas que los abraza con un amor suyo tan característico que nunca podrían dudar de su sentimiento.
Y algo de eso tiene la tarea que le encomendó el esposo. El maíz es el alimento del pueblo, es amor a la tribu, amor al otro, para que nunca vuelva a sufrir hambre, para que cuando se acaben las reservas el maíz no falte, sino que esté listo para crear una reserva nueva. Es por esto que Ombí se tomó tan en serio la tarea de cuidar la plantita.
Pasaba día y noche junto al sembradío observando como las plantas iban creciendo y se multiplicaban, pero las lluvias comenzaron a escasear y con ellas el agua. Una gran sequía asoló a la región, pero las plantas resistían gracias a los cuidados de Ombí. El sol laceraba la fibra de las hojas, de a poco las varas empiezan a caer y se queman bajo los rayos. La plantación entera sucumbe ante el terrorismo despótico del astro rey. Queda una sola vara verde, una sola planta que Ombí cuidará con todo su cuerpo, con su vida.
La indígena es obstinada y su plan consiste en quedarse junto a la vara para protegerla de los látigos del sol. Sus vecinos la buscan, le insisten en que descanse, pero ella no abandona su lugar. La refresca con su aliento, usa su ración de agua para regarla, y hasta le habla. Se hacen amigas, le cuenta a la planta cosas que jamás ha hablado con nadie. Le cuenta de su infancia, de las cosas que soñaba cuando era chica y las que todavía se atreve a soñar. También le habla de la función que ella, la planta, cumple, y la necesidad que la tribu tiene de que ella siga creciendo fuerte y sana. Con ella se desahoga cuando la angustia de no tener noticias de su marido la invade.
Se agranda el alma de Ombí en la medida que la planta va creciendo. Cuando el viento fuerte llega y amenaza la tarea de la esposa del jefe, ella cava un pozo en donde enterrará sus pies y los enraizará para que no pueda moverla de su sitio junto a la planta de maíz. El tiempo pasa, y cuando los hombres de la tribu vuelven la encuentran así, agigantada, con forma de árbol. Su cabello se ha vuelto verde y se enmarañó en sus propias ramas que son miles de brazos que le crecieron a su alma mientras se ensanchaba para proteger al maíz del sol. Sigue sin decir una palabra pero su gesto de amparo inconfundible se materializó en tronco ancho y pacífico con lugar para todos los que necesiten refugio.
Al momento de la cosecha, cuando ya había un precioso maizal crecido, el jefe regresó. No le importó la metamorfosis de su amada, pero nunca dejó de ir durante las tardes a sentarse a su vera y llorarla. Le dice cosas que antes no podía decirle, le dice que la ama y le agradece el sacrificio, se deshace en palabras y lágrimas discretas. Llorará, llorará y hablará mucho, hasta que al fin se de cuenta, que en realidad, no es necesario.
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